La muerte del agua
El calor había venido rodando por los caminos de polvo y de sol y ya estaba junto a los hombres, dominando la siesta. Al menor ademán tropezábamos con su pulpa, pues él estaba echado largo a largo y en todas partes. (¡Esa impudicia de sus carnes fofas!) De poder lo habríamos asesinado con veinte mil puñales de hielo para que luego las nubes llevaran su cadáver por los aires y lo tirasen al mar. Pero no podíamos. Lo mejor era esperar a que descansase y se fuera en paz.
Eso hacía yo, aguantándome en un rincón del patio y tan quieto como las tinas y los helechos. Sólo yo estaba allí, y el patio existía porque yo lo miraba. Los demás huéspedes habían huido a sus celdas o al vestíbulo umbroso, olvidados de esta parte del hotel a la que i atención impedía deshacerse en la nada. El patio dorado y humeante como una fragua, me agradecía que no lo ignorase.
Tupidas enredaderas gateaban por las paredes y se detenían en deleitosas cuencas de frescura. Las macetas –coloradas- eran lámparas que borbotaban continuamente hojas y hojas de luz verde oscura. Pero esas sombras vegetales no alcanzaban a ensombrecer la radiante reverberación del sol.
Todo el paisaje en llamas se hizo más vivo –como si alguien lo hubiera soplado- cuando apareció por el otro extremo el mozo del hotel. El patio se encendió aún más bajo el reflector de los nuevos ojos: ¡muros y mosaicos vivían no solamente en mi conciencia, sino en la de otro hombre; eran, pues, verosímiles, no espectros de ensueño!
El mozo venía con las piernas desnudas y derritiéndose en sudor. Sus pies corrían una carrerita sobre invisibles ascuas y todo su cuerpo se le agobiaba por el peso de un balde repleto de agua. Yo, que había estado pensando en risas de surtidores, glicinas violáceas, húmedos hocicos de galgos, legiones de ángeles con sus alas en abanico, espejos, lluvias y cuanto refresca la mente, acogí la presencia del agua con la ansiosa inmovilidad de la raíz.
Entretanto el mozo se acercaba trayendo el agua desnuda, limpia, encogida en el balde como una doncella en su lecho apacible. Cuando llegó a las tinas el mozo hundió su vista de bestia cansada en la ternura del agua, que debía de estar soñando en el cielo azul y antes de que yo pudiera evitarlo levantó el balde y la arrojó con fuerza contra la pared. Una blanda estela de luz, torneada y móvil, intentó en el aire su milagro de hada. Pero se estrelló contra la dureza. El agua gritó de dolor y quedó atontada, con sus huesos molidos. Luego, como un pez fuera de la piscina, se removió agónicamente y fue aquietándose, dando saltitos cada vez más pequeños, hasta aflojarse en un estertor último. Quedó inerte, cubierta de colillas, de terrones, de basuras salidas abyectamente de los rincones y de las rendijas del patio. Y se deslizó flotante, como un cocodrilo muerto que sobrenada a la deriva llevando sobre sí la escoria del río.
Enrique Anderson Imbert
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