BIENVENIDA

Hola, el ropero te da la bienvenida.

Si no sabés qué ponerte (sobre qué escribir), dónde dejaste eso que querés llevar hoy (no te acordás de algunas reglas); si querés revisar chucherías, sacar algo de años anteriores para ver si te entra; en fin, si tenés ganas de esto y más abrí el ropero.

CUERPO PRINCIPAL:

PERCHERO: Aquí se cuelgan las consignas y otras “ropas” (temas especiales que podrán servir para alguna de estas consignas) - ESTANTES - CAJONES

Todos estos lugares serán actualizados –esperemos- con frecuencia y también en el transcurrir se agregarán otros.

ACLARACIÓN

No somos profesores de literatura pero sí somos escritores y, sobre todo, lectores con experiencia que pretenden compartir lo poco o mucho que saben. Este espacio es para incentivar a quienes gusten de crear literariamente.

Nuestro blog: http://palabrascomonubes.blogspot.com/

Última actualización

Mensaje para todos los Roperistas
:)



martes, 27 de diciembre de 2011

Mis queridos roperistas 


Quiero agradecerles la compañía, la buena onda, la dedicación, el compañerismo y el apoyo de todo este año. Haber creado este espacio sin más pretenciones que compartir y haber recibido tanto pero tanto de ustedes me emociona y alegra. El Ropero cerrará hasta marzo, así que descansen, disfruten de sus vacaciones quienes las tengan y ojalá regresen con ganas de seguir escribiendo aquí!!

Que tengan un EXCELENTE 2012!!!!!
Muchísimas gracias por haber estado con nosotros, los esperamos en marzo :)

http://www.youtube.com/watch?v=btwnWJ06alw


El Ropero Literario

(Un agradecimiento aparte por cumplir con los párrafos del cuento colectivo y mil y un perdones, pero ya no tengo tiempo de corregir el total, se los prometo para cuando reabramos)

martes, 20 de diciembre de 2011

Perchero - Cuento colectivo al horno

Como verán, el cuento está separado párrafos de colores, ustedes deberán estudiar el color que les toque y aumentar, reducir, mejorar, etc. Esta es la primera parte de la corrección.

Según el color de su nombre, el del texto que les tocó:

Melissa
Aquelarre
Vero
Isis
Abulorio
Lex

Cuando terminen de "amasar", transcriben su párrafo en la parte de comentarios, no importa si no se puede seguir un orden. Traten de subirlo con el mismo color que está. LEAN con atención el párrafo que les tocó pero no quieran hacerlo "suyo" -que quede somo si lo hubieran escrito ustedes, eso no podrá ser, perdería el sentido que pretendió imponerle el autor-, sólo traten de mejorarlo.

¡Buena suerte! :)

Estante de ejercicios

Cuento colectivo


Lex
Diomedes y Felisa quedaron unos segundos mirando el libro abierto en el piso.
-Está escrito en… - Felisa no podía saber qué idioma, si era un idioma.
-Y se abrió en la página 148 – dijo Diomedes, que como pudo, se agachó para recogerlo, y con gesto caballeresco se lo alcanzó a Felisa.
-El tiempo del alma –dijeron sin leer, pues ya sabían de sobra el título.
-¿De qué estante lo sacó? –quiso saber Diomedes.
-De allí arriba – señaló ella. Leyeron varios títulos y todos tenían la palabra “tiempo”.
-¿Le puedo hacer una pregunta?
Diomedes asintió con la cabeza; Felisa parecía emocionada, divertida, joven, a pesar de que el cuerpo demostrara lo contrario.
-¿Por qué está buscando el libro?
-Porque… No sé por qué –Diomedes no era de hablar mucho. Y menos cuando no tenía respuestas, ese título lo había estado siguiendo por meses, lo veía en los carteles publicitarios de las calles, grabado en la maderas de las viejas mesas de los bares donde iba a tomar su vermut o café, en los diarios, hasta en el rollo del papel higiénico. Pensó que esto último no era decoroso para contarle a una dama. Hizo un esfuerzo y le dijo todo lo demás.
-No me tome por loco…
-¡Por favor! –se rió Felisa- ¿Si le cuento que encontré el título en la boleta del gas, en la lista del supermercado, en la revista de crochet que compré, me lo creería?
Ambos rieron mas relajados. Evidentemente Felisa era una mujer simple, esto pensó Diomedes, algo prejuicioso, las mujeres simples de cierta edad, se dedican a tejer al crochet. Este prejuicio le jugó en contra: Felisa era antropóloga. Anciana pero antropóloga, y ahora dedicaba su tiempo a las tareas sencillas. 
-¿Antropóloga, no me diga? 
-¿Y usted?
Diomedes quiso callar como siempre, pero se escuchó contándole prácticamente su vida.
-¿Y los nietos los visitan?
-A veces… Ya están grandes, cada uno en lo suyo, tienen su vida… Vio como son los jóvenes…
Volvieron al libro y acordaron buscar a alguien para que tradujera lo que decía. También se prometieron guardarlo en su casa un día cada uno (quizá era una excusa para verse seguido) Como todo un caballero que era, Diomedes le dio el primer día de guarda a Felisa, que dio un respingo de alegría.
A la mañana siguiente, Diomedes, con un pan dulce envuelto para regalo, tocó la puerta de su nueva compañera de andanzas.
-Llega justo para el café, pase.
Felisa se había arreglado, se notaba, tenía las mejillas rosadas y los labios pintados.
Buscaron “traductores” en las Páginas Amarillas, hicieron marcas en algunos y llamaron. Concretaron varias citas.
-¡Muy bien! –dijo Felisa entusiasmada- Tenemos a las 16 horas nuestra primera entrevista.
Media hora antes se encontraron en una esquina cercana al lugar. Felisa llevaba el libro en un bolso.
-Diomedes, me va a decir que estoy alucinando, pero creo que alguien me siguió.
-Felisa, usted me contó que le gusta ver películas de misterio… -pero Diomedes había tenido la misma impresión: alguien había estado siguiéndolo, si observaba con atención quizá podría verlo sentado en el banco de la plaza de enfrente, o paseando algún perro.
Melissa
De pronto Felisa y Diomedes, sintieron que el día se volvía noche y la oscuridad se detenía sobre ellos como manto de densa niebla. Felisa se dio vuelta de repente y notó un movimiento casi imperceptible. Sin querer queriendo lo vio. Era un hombre feo de pelos y ojos oscuros, un asqueroso enano, una masa informe. Su cuerpo corto, fuerte y musculoso, le daba una apariencia rolliza. Al ser descubierto lanzó un gruñido y salio corriendo calle abajo. No sin antes gritar:-¡ Txolkken, abligon ox merdé!
A Diomedes le hubiera gustado correr al enano y darle algunas patadas en el trasero por inoportuno y maleducado, pero como no quería parecer violento delante de la mujer que había conocido recientemente, lo dejó ir, no sin antes soltarle un montón de improperios. 
Una tormenta se avecinaba. El viento comenzó a soplar y las ráfagas azotaban inclementes, levantando en círculos lo que encontraban a su paso.
Estaban cruzando la séptima avenida, cuando un aguilucho de plumas color caramelo-crema, se lanzó en picada y chocó contra el bolso dónde Felisa llevaba el libro. El ave se dio tal porrazo que atontado por el golpe, fue a parar al suelo. En ese momento cambió el semáforo y como no alcanzó a retomar vuelo, fue aplastado por un automóvil que circulaba a toda velocidad. 
En la esquina estaban Felisa y Diomedes bajo la lluvia, compartiendo un trozo del pan dulce que había sobrado de la jornada anterior y que Felisa, siempre previsora, había guardado en el bolso junto con el libro. Sus ojos estaban absortos observando el revoltijo de pájaro que había quedado en el pavimento, mientras las plumas ensangrentadas se pegaban a los neumáticos de los coches. Una lluvia torrencial arrasó con los restos del ave, no quedando rastro de lo sucedido. La pareja se miró y la mujer preguntó- ¿Se habrá auto inmolado el pobre?- 
-Blugenagmtata- dijo el hombre, no porque estuviera hablando en otro idioma, sino por tener la boca llena de pan dulce - ¡Coma Felisa, coma!-dijo el caballero- no piense en el aguilucho, que lo único cierto de todo esto es el pan dulce.
-No, no quiero Don, dijo la mujer- ¿sabe que estoy en la etapa de la menopausia?- tomo un vaso de agua y engordo- me cuido porque aún estoy en edad de merecer -además- ya me discriminan por vieja y no me gustaría que me discriminen por gorda.-Charla va charla viene, llegaron al lugar donde indicaba la dirección: Fénix 666. 
–¡OOh! mire Felisa, el número de la bestia- gritó Diomedes- Ajá- dijo ella, pura coincidencia-
Un grito siniestro retumbó en la calle junto a la pareja. No tuvieron tiempo ni de taparse la cabeza al sentir los picotazos, alzaron la vista y entonces lo vieron, era el mismo aguilucho color caramelo-crema, que encarnizadamente intentaba quedarse con un pedazo de sus cabellos, piel o algún otro órgano. -¡Maldición!- dijo el hombre- ¡Era el Fénix nomás el pajarraco, se inmoló y resurgió de sus cenizas ¡Cosa de mandinga Felisa!
La arqueóloga abrió la puerta del edificio y gritó- Apúrese hombre, sino quiere perder parte de su materia gris – 
Así fue como ambos se encontraron bajando rápidamente los escalones en forma de espiral. Mientras lo hacían vieron los dibujos en la pared: el jaguar, el venado, el pez, el cocodrilo, las serpientes y las divinidades Hukte’ Ajaw y Tlácoc.
-¡Joder!- exclamó la arqueóloga- estamos bajando al inframundo maya, el lugar opuesto al mundo celestial, el de la oscuridad y la muerte. El Xibalbá. Y allí estaban los gemelos Hunahpú e ixbalangué con el Popol Vuh, pintados en las paredes. ¡Mire Diomedes! - dijo la mujer- el libro es el mismo que tenemos nosotros- 
-No -dijo el hombre- ¿Dónde estudió Felisa?- ¿no ve que es el Chilam Balam?
-Ah dijo ella- qué error imperdonable- Mire - el Kisin, el flatulento- le dicen así por la fetidez del olor de los muertos.
- No siga Felisa que me descompone, no necesita ser tan ilustrativa. 
-¡Allí!- gritó el hombre- el Tzolkin, el sincronario maya, el calendario para medir el tiempo, con razón soñamos con números, el 260, representa los kines o días, en ciclos de 13 meses de 20 días cada uno, -le dije, Felisa- soñar con números, no es sólo para jugar a la lotería o a la quiniela. De pronto vieron la inscripción: “El tiempo es circular, lo que pasó volverá a pasar, como es arriba, es abajo, como es adentro es afuera”, “lo que va vuelve”. Necesitamos urgente el traductor, esto es demasiado complicado como para entenderlo.
Cuando se abrió la puerta un viento helado los envolvió.
Abulorio
Lo que creyeron el exterior por el frío, era una inmensa sala octogonal de altura ciclópea, coronada por una cúpula de ocho gajos, profusamente ornamentada. Felisa quedó impactada por el espacio y obligó a Diómedes a detenerse en el humbral, para observar.
__ Mire esa altura Diómedes, mire esa cúpula!!
__ Mire las paredes Felisa, están llenas de libros hasta el techo!
__ Increíble! Son siete niveles de galerías y cada una con siete estantes.
Parados en la puerta de entrada miraron hacia el lado opuesto del octógono. Sobre el fondo, se divisaba un estrado que bajo la aplastante altura, se veía pequeño e insignificante. Caminaron hacia él y arribaron después de atravesar los muchos metros que lo separaban de la entrada. 
El estrado era más alto que una persona y sobre él trabajaba el Traductor. Los libros rebalsaban del enorme mueble y algunos se agrupaban sobre el piso, en pilas o montículos desordenados. Felisa adivinó libros de filosofía, magia, religiones desconocidas o alquimia. En cada portada podía ver el paso del tiempo y las más variadas encuadernaciones.
__ Cuál es la duda.__ preguntó mecánicamente el Traductor desde el estrado, muy arriba de sus cabezas.
__ Tenemos este libro y no conocemos su idioma o la clave para descifrarlo.__ Contestó Diómedes empinándose sobre sus pies para divisar al Traductor.
__ Ajá. ¿Saben ustedes que para conseguir una respuesta, deben contestar una pregunta?
__ No, no lo sabíamos, pero nos avenimos a lo que usted quiera__ Se apuró a agregar Felisa.

__ Muy bien. Empecemos __ Dijo el Traductor y comenzó a bajar del estrado hasta que llegó junto a la pareja. Su apariencia los desconcertó, era bajo, enclenque, vestido con harapos manchados de tinta y con unos anteojos muy gruesos que aumentaban el tamaño de sus ojos de una manera graciosa.
La pareja lo siguió hasta un atril donde se ubicaba un libro enorme. Estaba abierto por la mitad y de entre sus miles de páginas colgaban otras tantas cintas de distintos colores como señaladores.
__ Están ante el libro de libros. El “Gugol-knyka”, consultarlo resolverá sus dudas, pero es imprescindible responder una pregunta.
__ Estamos dispuestos, ya le dijimos.
__ Así será, entonces. __ El Traductor subió a una banqueta larga y posó su mano en el libro. La retiró y las páginas corrieron de un lado al otro como si se hojeara a sí mismo. __ Acérquense, por favor __ Volvió a decir.
La pareja subió a la banqueta, miró la página seleccionada y leyó la pregunta que se destacaba del resto del texto: “Quienes son las hermanas del Centauro?” 
Diómedes palideció, miró a Felisa angustiado, nunca responderían esa pregunta. La mujer se quedo expectante, miró al Traductor y revisó en su memoria. El pequeño hombrecito harapiento miró impasible a la pareja sin la más mínima expresión de ansiedad o picardía. Los minutos pasaron la tensión creció y finalmente el hombrecito tomó aire para apurar la respuesta.

__ Alfa y Próxima!! __ Gritó Felisa
Diómedes la miró sin entender, el hombrecito soltó el aire con la misma indiferencia con que lo tomó.
__ Alfa y Próxima Centauri, las dos estrellas que forman el sistema binario del Centauro. Las dos hermanas del Centauro__ Explicó Felisa
El Traductor asintió con la cabeza, miró al libro que nuevamente se hojeaba a sí mismo y esperó la página adecuada. Cuando esta llegó, la arrancó y la dobló en dos ante la mirada atónita de la pareja. Al instante, la hoja se regeneró en el libro que permaneció abierto sobre el atril.
__ Aquí está la clave de la interpretación del libro que tienen__ Dijo el Traductor
__ Sabemos el título, ahora conoceremos en contenido__ Contestó Diómedes
__ Váyanse entonces, tengo mucho que hacer__ Replicó el hombrecito dirigiéndose al estrado.

Diómedes y Felisa desanduvieron el camino que los llevó hasta la sala octogonal, treparon a la ciudad y se refugiaron en el fondo de un café. Abrieron el libro en la primera página y buscaron descifrarla según la clave del extraño idioma.
Una frase inicial encabezada el apretado texto que seguía, una frase breve y enmarcada en viñetas que exaltaban la tipografía de signos desconocidos. La clave proveía la interpretación de los signos y su fonética, pero resultaba inútil para explicar su belleza y estilización. 
“Vuti nam Süle ikloshi. Invetzia, Süle suteni Vuti”
“El cuerpo no contiene al alma. Por el contrario, el alma sostiene al cuerpo”

Nos habíamos asomado al libro desde una frase conmovedora, nos quedaba el resto para seguir aprendiendo.
Aquelarre
Diomedes y Felisa estaban absortos ante el universo que se abría frente a ellos, no solo porque se regeneraba como el Fénix, sino porque un mundo ilusorio y ficticio emergía con fuerza y paulatinamente se impondría y reemplazaría al mundo conocido. Frente a esta paradoja inconcebible donde se confundía el principio y el fin, los espejos y los laberintos del alma, convergían todos los puntos.
Pensaron que el conocimiento esotérico del libro, los liberaría de las pesadillas y de los sueños que los socavaban, a través de los enigmas que no podían entender. 
La curiosidad pudo más que el temor, esperaron que la comprensión del los misterios ejerciera sobre ellos un efecto catártico y esclarecedor. 
-Apurémonos Felisa. Hubo un tiempo para investigar, habrá un tiempo para recordar, ahora es tiempo de partir.
-¡Espere Diomedes! Todavía nos falta descorrer el velo, para explorar en nuestro interior las desarmonías que nos desequilibran. Tratemos de ver lo que ES y no la imagen de lo que creemos que es, para poder transformarla en armonía y acorde a la energía que, en esencia, somos cada uno de nosotros:
¡¡¡CIENTO CUARENTO Y OCHO!!!! Gritaron al unísono al ver el número que sobresalía en el centro exacto de la imponente viñeta. Felisa y Diomedes se miraron boquiabiertos….coincidía con un hecho que pensaron casual. Tras el encuentro en la librería el libro cayó abierto en la página 148.
¡Debemos dilucidar el significado de este número!-Exclamó Felisa. En esa inmensa biblioteca debe haber algún volumen que lo refiera. Vayamos nuevamente al traductor, probablemente él pueda contactarnos con el bibliotecario.
-¡JAMÁS REGRESARÉ A ÉSE LUGAR!-, Impuso Diomedes.
Felisa temblaba de frío o de miedo pero temblaba y el hombre no tuvo más remedio que cubrirle la espalda con su abrigo.
-Casi llorando por la emoción de lo que sería el descubrimiento cumbre de su vida profesional, Felisa imploró a su amigo circunstancial que la acompañara
nuevamente al profundo sótano.
La ternura y la admiración que le producía esa mujer no le permitió negarse.
Exhaustos y con hambre llegaron al estrado: estaba vacío. Llamaron a voces al traductor pero, bajo la enorme cúpula, el eco sólo repetía hasta el cansancio sus palabras.
-Huele a comida- a guisado de frijoles- dijo Diomedes. Alguien estaba cocinando e intentaron encontrar el lugar. Caminaron siguiendo los aromas. Los pasillos de la biblioteca se multiplicaban infinitos. Eran como calles y bocacalles solitarias y terribles.
Caminaron varios minutos, olía cada vez más a humeante guisado. Una puerta bajita, estaba abierta. Se inclinaron para ver dentro. El enano diabólico cocinaba utilizando un enorme caldero de hierro.
Las incontenibles exclamaciones de sorpresa de la pareja hicieron que el pequeño se diera vuelta para mirarlos. Cuando realizaba el giro volvió a gritar: -¡Txolkken, abligon ox merdé! Y fue convirtiéndose en una serpiente que huyó reptando por una grieta de la pared, hacia un orificio que conducía a profundidades aún más ocultas de inframundo.
-¡Felisa, volvió a gritarnos lo mismo!- dijo Diomedes impresionado -¿Qué querrá decirnos?-
-Es el Kisin- murmuró apenas Felisa, ¡es el Kisin, el rey de Xibalbá, el apestoso! ¡No lo reconocimos porque lo vimos convertido en enano y ahora se ha transformado en serpiente! Nada bueno nos pueden decir sus palabras Diomedes. Son sólo insultos espantosos y blasfemas horribles. Amenazas cargadas de odio.
-¿Qué buscaba? ¿Por qué nos seguía?-¿Qué hace aquí?-¡Tendrá alguna relación con el número de la entrada? ¿El 666?-¿Qué tiene que ver el nombre de la calle, Fénix, con el Kisin?¿Por qué vimos morir al ave y luego la vimos resucitar en tan poco tiempo?¿Por qué nos atacó? ¿Qué nos trajo a desear este libro?
Demudado, Diomedes, no comprendía por qué a él le había tocado estar en intrigas que lo desbordaban. En todo caso podía explicarse que Felisa participara de estos misterios porque era antropóloga, dedicada toda su vida al estudio de estos asuntos, y podía relacionársela con coherencia pero él, gran lector, pero un solitario hombre de barrio, cascarrabias, con una familia convencional que lo visitaba cada domingo…no hallaba explicación.
Regresaron en busca del traductor pero no lo encontraron, tampoco hallaron al bibliotecario.
Felisa volvió a insistir: -Vayamos a buscar en la biblioteca, Diomedes. Necesitamos la explicación del 148.
Mientras Felisa manipulaba ansiosamente los ficheros que se extendían de una pared a otra de la enorme sala octogonal, Diomedes volvió a recorrer el pasillo hasta donde se encontraba el humeante caldero y, sirviendo cocido en dos pequeños cuencos de barro, regresó donde Felisa para compartir la comida.
-Mire Diomedes en los cuencos de repite la clave: “Vuti nam Süle ikloshi. Invetzia, Süle suteni Vuti”
Felisa devoró los frijoles con la misma fruición que su compañero y a, pesar del cansancio, continuaron la búsqueda.
La anciana revisó en el fondo de su bolso y encontró una botella de agua mineral a medio beber. Invitó a Diomedes y luego bebió algunos tragos.
-Mire Felisa! ¡Un códice numerológico!
-¡Es el códice de Desdren, donde los Mayas anotaron todas sus observaciones astronómicas! Si usted observa, Diomedes, debajo de las tablas del eclipse de este códice figuran descubrimientos astronómicos equiparables con los de Newton y de Einstein.
Probablemente aquella tormenta que se abatió sobre la ciudad tenga algo que ver con el eclipse que se estaba anunciando en los diarios para esas fechas y probablemente la reaparición, muerte y resurrección del Ave Fénix podamos explicarla relacionando el eclipse y el número 148, la página en que se abrió el libro.
“El cuerpo no contiene al alma. Por el contrario, el alma sostiene al cuerpo” El libro, en este caso, podría ser el cuerpo que trata de explicar por qué es incapaz de contener al alma. Habla del tiempo y habla del alma. El tiempo es circular, Diomedes, “Todo lo que va vuelve”. El cuerpo es el mundo. El ser humano está destruyendo la naturaleza. El maligno es el diablo encarnado en el enano, vino del inframundo. Según los Mayas, el infierno, regido por Kisin es, en realidad, una especie de purgatorio para la mayoría de las personas cuando mueren. El fin del mundo se profetiza para el año terrestre 2012, no hemos modificado nuestra actitud, el maligno ha venido en nuestra búsqueda para llevarnos con él. El libro se regenera, si no cambiamos, el mundo dejará de hacerlo a partir de la fecha profética.
- ¿Por qué dice para la mayoría Felisa?
-Porque hay excepciones, por ejemplo, cuando muere una embarazada- Continuó:
Para los Lacadones, una etnia méxico-guatemalteca, Kisin es un personaje iracundo, cuando está de mal humor patea la base de la gran ceiba provocando seísmos. Habita en el inframundo pero, de vez en cuando, visita el supramundo en busca de almas tomado diferentes formas.
-¡DIOMEDES!, estaba en lo cierto. Este lugar es la representación en la tierra del Xibalba. Definitivamente, el enano es el diablo y es, según la creencia mexicana, el que roba los frijoles de las cacerolas para comerlos. 
Si usted suma 1+ 4+ 8: 13. El trece para los Mayas es el número perfecto. Según Pitágoras el mundo está construido sobre el poder de los números.
-Felisa, mi negocio se llama Kiosco “El Trece” ¿Será una simple coincidencia? Y ahora que lo pienso está ubicado en Séptima avenida N° 148.
-¡Parece una locura Diómedes, pero todo coincide! ¡Es la acción del destino: quiso que nos encontráramos usted y yo!
-El libro representa al mensajero, al portador de la antorcha, al constructor místico y al iniciador de los misterios, siguió Felisa.
-Mire este dibujo. Es el símbolo del Tao, las fuerzas opuestas y complementarias, el Ying y el Yang.
-Si Felisa- el Yang es la Tierra y el Ying es el cielo. Diferentes como usted y yo, como el cielo y la Tierra. 
-Si dijo ella- como el día y la noche.
Mire Felisa, también están dibujados los espejos: Acá leo que reflejan el alma. También permiten vernos reflejados en los demás. ”Yo soy otro tú”.
La noche es el momento en que el Alma, libre del cuerpo vaga por el mundo. El mundo de la noche es el mundo de los espíritus, de los encuentros inesperados y el nuestro fue un encuentro inesperado.
Diomedes le guiño un ojo y, como un soplo de aire fresco, se profundizó entre ambos la complicidad.
Mire Diomedes- dijo la antropóloga con renovado entusiasmo- lea lo que dice: el tiempo es arte…
-Si Felisa- Pero para mí el tiempo es dinero y hablando de dinero tengo que ir a abrir el kiosko.
Isis
A Felisa no le gustó demasiado la idea de separarse, pero aceptó que Diomedes la acompañara hasta su casa. Una vez allí se descalzó –no estás para hacerte la adolescente, Feli, se dijo viendo sus pies latentes por haber corrido tanto-, se sentó en el sillón del living y repasó todo lo vivido ese día.
¿Y si, después de todo el libro no era más que una broma? ¿Y si la casualidad verdaderamente existía y la causalidad era simple ilusión? Nada cerraba como a ella le hubiese gustado. Era una mujer visceralmente realista. Sonrió satisfecha por haber encontrado al menos una coincidencia con el número 148, sumarlo y saber que formaba parte esencial del calendario maya. ¿Pero para qué? El enano furibundo personificando a Kisin… ¿Por qué se les había manifestado? ¿Habían sido tan malos que los esperaba el infierno? Meneó con la cabeza, ella, como máximo defecto, podría haber sido muy posesiva, pero nada más, y Diomedes… No lo conocía pero a primera vista era una excelente persona. Se le iluminó la mirada recordando cuando él la cubrió con el sobretodo. “El tiempo del alma”, murmuró. Cerró los ojos para visualizar la sala octogonal colmada de libros, qué belleza. ¡Cuántas cosas pasó en un solo día! ¡Y a la vejez viruela! A las carcajadas pensó en cuando se lo contara a sus amigas del centro de jubilados, lo haría, quería verles las caras, quería hablarles de Diomedes… ¡El libro! Era el turno de Diomedes y ella aún lo tenía en el bolso. “Séptima avenida Nº 148, dijo, se calzó y salió, debía entregárselo en guarda (y por qué no verlo otra vez)
En el kiosko, Diomedes mascullaba las frases que se acordaba como si fuera una oración.
“Txokken, abligon ox merdé”.
-Hola, abuelo, no me digas que se te da por el rock pesado –y el nieto menor rió escuchando el nombre del grupo.
El anciano lo miró sin entender.
-Es un conjunto de música, abuelo, ¿de dónde lo sacaste? Te hacía del tango.
Diomedes quiso explicarle pero, como siempre, calló. A cambio hizo una pregunta:
-¿Vos sabés algo del Xibalbá?
-No mucho, es el infierno de los mayas, o algo así. ¿Por?
-¿Y el Gugol-Kynka?
-Ni la menor idea, esperá que lo buscamos –y sacó una netbook.
Diomedes pensó que bien que le vendría saber algo de computación, tenía tantas pero tantas preguntas.
-Mirá, acá dice que el Gugol-Kynka es un libro místico, que tiene todas las respuestas pero nunca esta respuesta es la misma para quien lee, debe ser que según quien lee, ¿No?
Si su nieto supiera un poco de gramática le hubiera entendido mejor.
El chico siguió, entusiasmado por compartir algo con su abuelo, aunque extrañado de estas preguntas.
-Dice también que revela el potencial futuro de quien lo lee, pero que nadie llega a esa página. Lo guarda un cerbero en una especie de escenario enorme, alto, y que a veces este cerbero se convierte en un enano maldito, jajajajaja –rió festejando su poco original comentario.
-¿Un enano? Diomedes dio un respingo.
-Sí, un enano que es una especie de diablo. En realidad –dice acá- se puede convertir en cualquier cosa, hasta en pájaro.
Diomedes palideció.
-¿Y qué más cuenta la computadora?
-Que hay una leyenda de un libro que el título se le aparece a la gente, no dice como, y que cuando esta gente se calienta por saber de qué se trata la misma búsqueda los lleva al inframundo y al libro de todas las respuestas. Lo que no dice es para qué ni si alguien llegó.
-Sí, alguien llegó.
Nieto y abuelo se miraron, se estudiaron, ninguno habló.
Fue el nieto quien abrió otra vez el juego.
-¿En qué andás, abuelo?
-¡Yo tengo ese libro!  Se llama “El tiempo del alma”. También estuve ahí con Felisa, una antropóloga a la que encontré con el libro en la mano cuando lo fui a comprar y juntos buscamos traductores y cuando estábamos por llegar a un lugar un pájaro que se inmoló y volvió a renacer me picoteó la cabeza y después entramos al mismísimo Xibalbá y encima aparecimos en una sala octogonal donde estaba el traductor y un enano nos siguió gritando el nombre del conjunto musical y Felisa dice que el 148, si lo sumo, da 13 y que ese es un número maya y había un caldero de donde saqué dos compoteras con guiso y le di una a Felisa y otra me comí yo mientras buscábamos otra vez algo que nos sirviera para traducir el libro, ya que cuando volvimos no encontramos al traductor y el libro tiene muchas imágenes, como por ejemplo la del ying y el yang y esas cosas.
Silencio total.
-Abuelo… A ver… ¿Felisa? ¿Vos sabés lo que es una viuda negra? ¿Te dio algo para tomar? –el nieto, después de haber escuchado ese conglomerado de incoherencias, estaba preocupado por su abuelo.
-¡No sea irrespetuoso, hombre! –lo retó Diomedes.
Y justo cuando estaba por aclararle el asunto ven llegar a una Felisa exultante.
-¡Diomedes, le vengo a traer el libro! Habíamos quedado que un día cada uno… El jovencito es… Ah, encantada, Felisa, mucho gusto… -pero de pronto no supo qué decir, ¿si el muchacho le preguntaba qué libro ella qué diría?
Diomedes hizo un gesto con la mano, como diciendo que no se preocupara.
-¿Sabe que no me di cuenta? No importaba tampoco que lo tuviera usted un día más, faltaba más Felisa, está en excelentes manos –dijo Diomedes tan caballero.
Felisa sonrió y metió la mano dentro del bolso para sacar el libro, pero lo único que encontró fueron restos de pan dulce.
Verónica
Diomedes le pidió al nieto que los dejara solos.

-Serénese Felisa. Creo haber entendido todo. Lo sucedido es lógico, exacto. Migajas, eso es lo que forma el libro. Migajas de un todo extraídas al azar, así se conforman las almas. 
-Pero…
-El tiempo de las almas lo marca el destino. No hemos hecho más que intentar leer ese destino y ¿Sabe qué?
-Por eso las páginas se regeneran, por eso – balbuceó ella.
-Todo, todo está escrito pero no es para mortales el leerlo. Cada migaja sumada es el destino, todos los destinos estan en un solo libro.
-Tantos números, referencias mitológicas, palabras…
-Tanto, tanto Felisa. Nuestros destinos debía cruzarse allí, en ese lugar, buscando un libro al que nos empujo lo mismo que no podemos leer. El libro no podía caer, para nosotros, abierto en otra página que no fuera la 148. Podía desmoronarse de cualquier altura y siempre se abriría en esa página.
-Yo puse el libro aquí – señaló el bolso – y ahora no está.
-Ya cumplió el objetivo, Felisa, ahora estará en otra biblioteca, abriéndose en otra página y la aventura de vivir recomienza, otras almas se encuentran, se desconocen, se olvidan, se ilusionan, se descubren.


lunes, 19 de diciembre de 2011

Estante de ejercicios

Rosa

Lo que más me asombraba de Ernesto era la constancia para insistir a pesar del rechazo. Inmutable, me traía una rosa para cada cumpleaños. A la misma hora, la misma rutina. Sonaba el timbre, yo abría la puerta, recibía el presente y de allí, en su propia nariz y sin importarme la ofensa, directamente al contenedor de basura de la esquina.
Sin desmerecer su amor, ambicionaba otra cosa. Cuando supe que cada flor traía, oculto entre sus pétalos, un diamante rosa, me arrepentí. Pero ya era tarde.

Aquelarre

viernes, 16 de diciembre de 2011

Estante de conocidos y no tanto

Aquelarre nos hace este regalito :)



Un cuento navideño

Imaginad una mañana de finales de noviembre. Una mañana de comienzos de invierno, hace más de veinte años. Pensad en la cocina de un viejo caserón de pueblo. Su principal característica es una enorme estufa negra; pero también contiene una gran mesa redonda y una chimenea con un par de mecedoras delante. Precisamente hoy comienza la estufa su temporada de rugidos.
Una mujer de trasquilado pelo blanco se encuentra de pie junto a la ventana de la cocina. Lleva zapatillas de tenis y un amorfo jersey gris sobre un vestido veraniego de calicó. Es pequeña y vivaz, como una gallina bantam; pero, debido a una prolongada enfermedad juvenil, tiene los hombros horriblemente encorvados. Su rostro es notable, algo parecido al de Lincoln, igual de escarpado, y teñido por el sol y el viento; pero también es delicado, de huesos finos, y con unos ojos de color jerez y expresión tímida.
-¡Vaya por Dios! -exclama, y su aliento empaña el cristal-. ¡Ha llegado la temporada de las tartas de frutas!
La persona con la que habla soy yo. Tengo siete años; ella, sesenta y tantos. Somos primos, muy lejanos, y hemos vivido juntos, bueno, desde que tengo memoria. También viven otras personas en la casa, parientes; y aunque tienen poder sobre nosotros, y nos hacen llorar frecuentemente, en general, apenas tenemos en cuenta su existencia. Cada uno de nosotros es el mejor amigo del otro. Ella me llama Buddy, en recuerdo de un chico que antiguamente había sido su mejor amigo. El otro Buddy murió en los años ochenta del siglo pasado, de pequeño. Ella sigue siendo pequeña.
-Lo he sabido antes de levantarme de la cama -dice, volviéndole la espalda a la ventana y con una mirada de determinada excitación-. La campana del patio sonaba fría y clarísima. Y no cantaba ningún pájaro; se han ido a tierras más cálidas, ya lo creo que sí. Mira, Buddy, deja de comer galletas y vete por nuestro carricoche. Ayúdame a buscar el sombrero. Tenemos que preparar treinta tartas.
Siempre ocurre lo mismo: llega cierta mañana de noviembre, y mi amiga, como si inaugurase oficialmente esa temporada navideña anual que le dispara la imaginación y aviva el fuego de su corazón, anuncia:
-¡Ha llegado la temporada de las tartas! Vete por nuestro carricoche. Ayúdame a buscar el sombrero.
Y aparece el sombrero, que es de paja, bajo de copa y muy ancho de ala, y con un corsé de rosas de terciopelo marchitadas por la intemperie: antiguamente era de una parienta que vestía muy a la moda. Guiamos juntos el carricoche, un desvencijado cochecillo de niño, por el jardín, camino de la arboleda de pacanas. El cochecito es mío; es decir que lo compraron para mí cuando nací. Es de mimbre, y está bastante destrenzado, y sus ruedas se bambolean como las piernas de un borracho. Pero es un objeto fiel; en primavera lo llevamos al bosque para llenarlo de flores, hierbas y helechos para las macetas de la entrada; en verano, amontonamos en él toda la parafernalia de las meriendas campestres, junto con las cañas de pescar, y bajamos hasta la orilla de algún riachuelo; en invierno también tiene algunas funciones: es la camioneta en la que trasladamos la leña desde el patio hasta la chimenea, y le sirve de cálida cama a Queenie, nuestra pequeña terrier anaranjada y blanca, un correoso animal que ha sobrevivido a mucho malhumor y a dos mordeduras de serpiente de cascabel. En este momento Queenie anda trotando en pos del carricoche.
Al cabo de tres horas nos encontramos de nuevo en la cocina, descascarillando una carretada de pacanas que el viento ha hecho caer de los árboles. Nos duele la espalda de tanto agacharnos a recogerlas: ¡qué difíciles han sido de encontrar (pues la parte principal de la cosecha se la han llevado, después de sacudir los árboles, los dueños de la arboleda, que no somos nosotros) bajo las hojas que las ocultaban, entre las hierbas engañosas y heladas! ¡Caaracrac! Un alegre crujido, fragmentos de truenos en miniatura que resuenan al partir las cáscaras mientras en la jarra de leche sigue creciendo el dorado montón de dulce y aceitosa fruta marfileña. Queenie comienza a relamerse, y de vez en cuando mi amiga le da furtivamente un pedacito, pese a que insiste en que nosotros ni siquiera la probemos.
-No debemos hacerlo, Buddy. Como empecemos, no habrá quien nos pare. Y ni siquiera con las que hay tenemos suficiente. Son treinta tartas.
La cocina va oscureciéndose. El crepúsculo transforma la ventana en un espejo: nuestros reflejos se entremezclan con la luna ascendente mientras seguimos trabajando junto a la chimenea a la luz del hogar. Por fin, cuando la luna ya está muy alta, echamos las últimas cáscaras al fuego y, suspirando al unísono, observamos cómo van prendiendo. El carricoche está vacío; la jarra, llena hasta el borde.
Tomamos la cena (galletas frías, tocino, mermelada de zarzamora) y hablamos de lo del día siguiente. Al día siguiente empieza el trabajo que más me gusta: ir de compras. Cerezas y cidras, jengibre y vainilla y piña hawaiana en lata, pacanas y pasas y nueces y whisky y, oh, montones de harina, mantequilla, muchísimos huevos, especias, esencias: pero ¡si nos hará falta un pony para tirar del carricoche hasta casa!
Pero, antes de comprar, queda la cuestión del dinero. Ninguno de los dos tiene ni cinco. Solamente las cicateras cantidades que los otros habitantes de la casa nos proporcionan muy de vez en cuando (ellos creen que una moneda de diez centavos es una fortuna) y lo que nos ganamos por medio de actividades diversas: organizar tómbolas de cosas viejas, vender baldes de zarzamoras que nosotros mismos recogemos, tarros de mermelada casera y de jalea de manzana y de melocotón en conserva, o recoger flores para funerales y bodas. Una vez ganamos el septuagésimo noveno premio, cinco dólares, en un concurso nacional de rugby. Y no porque sepamos ni jota de rugby. Sólo porque participamos en todos los concursos de los que tenemos noticia: en este momento nuestras esperanzas se encuentran en el Gran Premio de cincuenta mil dólares que ofrecen por inventar el nombre de una nueva marca de cafés (nosotros hemos propuesto “A.M.”; y después de dudarlo un poco, porque a mi amiga le parecía sacrílego, como eslogan: “¡A.M.! ¡Amén!”). A fuer de sincero, nuestra única actividad provechosa de verdad fue lo del Museo de Monstruos y Feria de Atracciones que organizamos hace un par de veranos en una leñera. Las atracciones consistían en proyecciones de linterna mágica con vistas de Washington y Nueva York prestadas por un familiar que había estado en esos lugares (y que se puso furioso cuando se enteró del motivo por el que se las habíamos pedido); el Monstruo era un polluelo de tres patas, recién incubado por una de nuestras gallinas. Toda la gente de por aquí quería ver al polluelo: les cobrábamos cinco centavos a los adultos y dos a los niños. Y llegamos a ganar nuestros buenos veinte dólares antes de que el museo cerrara sus puertas debido a la defunción de su principal estrella.
Pero entre unas cosas y otras vamos acumulando cada año nuestros ahorros navideños, el Fondo para Tartas de Frutas. Guardamos escondidos este dinero en un viejo monedero de cuentas, debajo de una tabla suelta que está debajo del piso que está debajo del orinal que está debajo de la cama de mi amiga. Sólo sacamos el monedero de su seguro escondrijo para hacer un nuevo depósito, o, como suele ocurrir los sábados, para algún reintegro; porque los sábados me corresponden diez centavos para el cine. Mi amiga no ha ido jamás al cine, ni tiene intención de hacerlo:
-Prefiero que tú me cuentes la historia, Buddy. Así puedo imaginármela mejor. Además, las personas de mi edad no deben malgastar la vista. Cuando se presente el Señor, quiero verle bien.
Aparte de no haber visto ninguna película, tampoco ha comido en ningún restaurante, viajado a más de cinco kilómetros de casa, recibido o enviado telegramas, leído nada que no sean tebeos y la Biblia, usado cosméticos, pronunciado palabrotas, deseado mal alguno a nadie, mentido a conciencia, ni dejado que ningún perro pasara hambre. Y éstas son algunas de las cosas que ha hecho, y que suele hacer: matar con una azada la mayor serpiente de cascabel jamás vista en este condado (dieciséis cascabeles), tomar rapé (en secreto), domesticar colibríes (desafío a cualquiera a que lo intente) hasta conseguir que se mantengan en equilibrio sobre uno de sus dedos, contar historias de fantasmas (tanto ella como yo creemos en los fantasmas) tan estremecedoras que te dejan helado hasta julio, hablar consigo misma, pasear bajo la lluvia, cultivar las camelias más bonitas de todo el pueblo, aprenderse la receta de todas las antiguas pócimas curativas de los indios, entre otras, una fórmula mágica para quitar las verrugas.
Ahora, terminada la cena, nos retiramos a la habitación que hay en una parte remota de la casa, y que es el lugar donde mi amiga duerme, en una cama de hierro pintada de rosa chillón, su color preferido, cubierta con una colcha de retazos. En silencio, saboreando los placeres de los conspiradores, sacamos de su secreto escondrijo el monedero de cuentas y derramamos su contenido sobre la colcha. Billetes de un dólar, enrollados como un canuto y verdes como brotes de mayo. Sombrías monedas de cincuenta centavos, tan pesadas que sirven para cerrarle los ojos a un difunto. Preciosas monedas de diez centavos, las más alegres, las que tintinean de verdad. Monedas de cinco y veinticinco centavos, tan pulidas por el uso como guijas de río. Pero, sobre todo, un detestable montón de hediondas monedas de un centavo. El pasado verano, otros habitantes de la casa nos contrataron para matar moscas, a un centavo por cada veinticinco moscas muertas. Ah, aquella carnicería de agosto: ¡cuántas moscas volaron al cielo! Pero no fue un trabajo que nos enorgulleciera. Y, mientras vamos contando los centavos, es como si volviésemos a tabular moscas muertas. Ninguno de los dos tiene facilidad para los números; contamos despacio, nos descontamos, volvemos a empezar. Según sus cálculos, tenemos 12,73 dólares. Según los míos, trece dólares exactamente.
-Espero que te haya equivocado tú, Buddy. Más nos vale andar con cuidado si son trece. Se nos deshincharán las tartas. O enterrarán a alguien. Por Dios, en la vida se me ocurriría levantarme de la cama un día trece.
Lo cual es cierto: se pasa todos los días trece en la cama. De modo que, para asegurarnos, sustraemos un centavo y los tiramos por la ventana.
De todos los ingredientes que utilizamos para hacer nuestras tartas de frutas no hay ninguno tan caro como el whisky, que, además, es el más difícil de adquirir: su venta está prohibida por el Estado. Pero todo el mundo sabe que se le puede comprar una botella a Mr. Jajá Jones. Y al día siguiente, después de haber terminado nuestras compras más prosaicas, nos encaminamos a las señas del negocio de Mr. Jajá, un “pecaminoso” (por citar la opinión pública) bar de pescado frito y baile que está a la orilla del río. No es la primera vez que vamos allí, y con el mismo propósito; pero los años anteriores hemos hecho tratos con la mujer de Jajá, una india de piel negra como la tintura de yodo, reluciente cabello oxigenado, y aspecto de muerta de cansancio. De hecho, jamás hemos puesto la vista encima de su marido, aunque hemos oído decir que también es indio. Un gigante con cicatrices de navajazos en las mejillas. Le llaman Jajá por lo tristón, nunca ríe. Cuando nos acercamos al bar (una amplia cabaña de troncos, festoneada por dentro y por fuera con guirnaldas de bombillas desnudas pintadas de colores vivos, y situada en la embarrada orilla del río, a la sombra de unos árboles por entre cuyas ramas crece el musgo como niebla gris) frenamos nuestro paso. Incluso Queenie deja de brincar y permanece cerca de nosotros. Ha habido asesinatos en el bar de Jajá. Gente descuartizada. Descalabrada. El mes próximo irá al juzgado uno de los casos. Naturalmente, esta clase de cosas ocurren por la noche, cuando gimotea el fonógrafo y las bombillas pintadas proyectan demenciales sombras. De día, el local de Jajá es destartalado y está desierto. Llamo a la puerta, ladra Queenie, grita mi amiga:
-¡Mrs. Jajá! ¡Eh, señora! ¿Hay alguien en casa?
Pasos. Se abre la puerta. Nuestros corazones dan un vuelco. ¡Es Mr. Jajá Jones en persona! Y es un gigante; y tiene cicatrices; y no sonríe. Qué va, nos lanza miradas llameantes con sus satánicos ojos rasgados, y quiere saber:
-¿Qué queréis de Jajá?
Durante un instante nos quedamos tan paralizados que no podemos decírselo. Al rato, mi amiga medio encuentra su voz, apenas una vocecilla susurrante:
-Si no le importa, Mr. Jajá, querríamos un litro del mejor whisky que tenga.
Los ojos se le rasgan incluso más. ¿No es increíble? ¡Mr. Jajá está sonriendo! Hasta riendo.
-¿Cuál de los dos es el bebedor?
-Es para hacer tartas de frutas, Mr. Jajá. Para cocinar.
Esto le templa el ánimo. Frunce el ceño.
-Qué manera de tirar un buen whisky.
No obstante, se retira hacia las sombras del bar y reaparece unos cuantos segundos después con una botella de contenido amarillo margarita, sin etiqueta. Exhibe su centelleo a la luz del sol y dice:
-Dos dólares.
Le pagamos con monedas de diez, cinco y un centavo. De repente, al tiempo que hace sonar las monedas en la mano cerrada, como si fueran dados, se le suaviza la expresión.
-¿Sabéis lo que os digo? -nos propone, devolviendo el dinero a nuestro monedero de cuentas-. Pagádmelo con unas cuantas tartas de frutas.
De vuelta a casa, mi amiga comenta:
-Pues a mí me ha parecido un hombre encantador. Pondremos una tacita más de pasas en su tarta.
La estufa negra, cargada de carbón y leña, brilla como una calabaza iluminada. Giran velozmente los batidores de huevos, dan vueltas como locas las cucharas en cuencos cargados de mantequilla y azúcar, endulza el ambiente la vainilla, lo hace picante el jengibre; unos olores combinados que hacen que te hormiguee la nariz, saturan la cocina, empapan la casa, salen volando al mundo arrastrados por el humo de la chimenea. Al cabo de cuatro días hemos terminado nuestra tarea. Treinta y una tartas, ebrias de whisky, se tuestan al sol en los estantes y los alféizares de las ventanas.
¿Para quién son?
Para nuestros amigos. No necesariamente amigos de la vecindad: de hecho, la mayor parte las hemos hecho para personas con las que quizás sólo hemos hablado una vez, o ninguna. Gente de la que nos hemos encaprichado. Como el presidente Roosevelt. Como el reverendo J. C. Lucey y señora, misioneros baptistas en Borneo, que el pasado invierno dieron unas conferencias en el pueblo. O el pequeño afilador que pasa por aquí dos veces al año. O Abner Packer, el conductor del autobús de las seis que, cuando llega de Mobile, nos saluda con la mano cada día al pasar delante de casa envuelto en un torbellino de polvo. O los Wiston, una joven pareja californiana cuyo automóvil se averió una tarde ante nuestro portal, y que pasó una agradable hora charlando con nosotros (el joven Wiston nos sacó una foto, la única que nos han sacado en nuestra vida). ¿Es debido a que mi amiga siente timidez ante todo el mundo, excepto los desconocidos, que esos desconocidos, y otras personas a quienes apenas hemos tratado, son para nosotros nuestros más auténticos amigos? Creo que sí. Además, los cuadernos en donde conservamos las notas de agradecimiento con membrete de la Casa Blanca, las ocasionales comunicaciones que nos llegan de California y Borneo, las postales de un centavo firmadas por el afilador, hacen que nos sintamos relacionados con unos mundos rebosantes de acontecimientos, situados muy lejos de la cocina y de su precaria vista de un cielo recortado.
Una desnuda rama de higuera decembrina araña la ventana. La cocina está vacía, han desaparecido las tartas; ayer llevamos las últimas a correos, cargadas en el carricoche, y una vez allí tuvimos que vaciar el monedero para pagar los sellos. Estamos en la ruina. Es una situación que me deprime notablemente, pero mi amiga está empeñada en que lo celebremos: con los dos centímetros de whisky que nos quedan en la botella de Jajá. A Queenie le echamos una cucharada en su café (le gusta el café aromatizado con achicoria, y bien cargado). Dividimos el resto en un par de vasos de gelatina. Los dos estamos bastante atemorizados ante la perspectiva de tomar whisky solo; su sabor provoca en los dos expresiones beodas y amargos estremecimientos. Pero al poco rato comenzamos a cantar simultáneamente una canción distinta cada uno. Yo no me sé la letra de la mía, sólo: Ven, ven, ven a bailar cimbreando esta noche. Pero puedo bailar: eso es lo que quiero ser, bailarín de claqué en películas musicales. La sombra de mis pasos de baile anda de jarana por las paredes; nuestras voces hacen tintinear la porcelana; reímos como tontos: se diría que unas manos invisibles están haciéndonos cosquillas. Queenie se pone a rodar, patalea en el aire, y algo parecido a una sonrisa tensa sus labios negros. Me siento ardiente y chisporroteante por dentro, como los troncos que se desmenuzan en el hogar, despreocupado como el viento en la chimenea. Mi amiga baila un vals alrededor de la estufa, sujeto el dobladillo de su pobre falda de calicó con la punta de los dedos, igual que si fuera un vestido de noche: Muéstrame el camino de vuelta a casa, está cantando, mientras rechinan en el piso sus zapatillas de tenis. Muéstrame el camino de vuelta a casa.
Entran dos parientes. Muy enfadados. Potentes, con miradas censoras, lenguas severas. Escuchad lo que dicen, sus palabras amontonándose unas sobre otras hasta formar una canción iracunda:
-¡Un niño de siete años oliendo a whisky! ¡Te has vuelto loca! ¡Dárselo a un niño de siete años! ¡Estás chiflada! ¡Vas por mal camino! ¿Te acuerdas de la prima Kate? ¿Del tío Charlie? ¿Del cuñado del tío Charlie? ¡Qué escándalo! ¡Qué vergüenza! ¡Qué humillación! ¡Arrodíllate, reza, pídele perdón al Señor!
Queenie se esconde debajo de la estufa. Mi amiga se queda mirando vagamente sus zapatillas, le tiembla el mentón, se levanta la falda, se suena y se va corriendo a su cuarto. Mucho después de que el pueblo se haya ido a acostarse y la casa esté en silencio, con la sola excepción de los carillones de los relojes y el chisporroteo de los fuegos casi apagados, mi amiga llora contra una almohada que ya está tan húmeda como el pañuelo de una viuda.
-No llores -le digo, sentado a los pies de la cama y temblando a pesar del camisón de franela, que aún huele al jarabe de la tos que tomé el invierno pasado-, no llores -le suplico, jugando con los dedos de sus pies, haciéndole cosquillas-, eres demasiado vieja para llorar.
-Por eso lloro -dice ella, hipando-. Porque soy demasiado vieja. Vieja y ridícula.
-Ridícula no. Divertida. Más divertida que nadie. Oye, como sigas llorando, mañana estarás tan cansada que no podremos ir a cortar el árbol.
Se endereza. Queenie salta encima de la cama (lo cual le está prohibido) para lamerle las mejillas.
-Conozco un sitio donde encontraremos árboles de verdad, preciosos, Buddy. Y también hay acebo. Con bayas tan grandes como tus ojos. Está en el bosque, muy adentro. Más lejos de lo que nunca hemos ido. Papá nos traía de allí los árboles de Navidad: se los cargaba al hombro. Eso era hace cincuenta años. Bueno, no sabes lo impaciente que estoy porque amanezca.
De mañana. La escarcha helada da brillo a la hierba; el sol, redondo como una naranja y anaranjado como una luna de verano, cuelga en el horizonte y bruñe los plateados bosques invernales. Chilla un pavo silvestre. Un cerdo renegado gruñe entre la maleza. Pronto, junto a la orilla del poco profundo riachuelo de aguas veloces, tenemos que abandonar el carricoche. Queenie es la primera en vadear la corriente, chapotea hasta el otro lado, ladrando en son de queja porque la corriente es muy fuerte, tan fría que seguro que pilla una pulmonía. Nosotros la seguimos, con el calzado y los utensilios (un hacha pequeña, un saco de arpillera) sostenidos encima de la cabeza. Dos kilómetros más: de espinas, erizos y zarzas que se nos enganchan en la ropa; de herrumbrosas agujas de pino, y con el brillo de los coloridos hongos y las plumas caídas. Aquí, allá, un destello, un temblor, un éxtasis de trinos nos recuerdan que no todos los pájaros han volado hacia el sur. El camino serpentea siempre por entre charcos alimonados de sol y sombríos túneles de enredaderas. Hay que cruzar otro arroyo: una fastidiada flota de moteadas truchas hace espumear el agua a nuestro alrededor, mientras unas ranas del tamaño de platos se entrenan a darse panzadas; unos obreros castores construyen un dique. En la otra orilla, Queenie se sacude y tiembla. También tiembla mi amiga: no de frío, sino de entusiasmo. Una de las maltrechas rosas de su sombrero deja caer un pétalo cuando levanta la cabeza para inhalar el aire cargado del aroma de los pinos.
-Casi hemos llegado. ¿No lo hueles, Buddy? -dice, como si estuviéramos aproximándonos al océano.
Y, en efecto, es como cierta suerte de océano. Aromáticas extensiones ilimitadas de árboles navideños, de acebos de hojas punzantes. Bayas rojas tan brillantes como campanillas sobre las que se ciernen, gritando, negros cuervos. Tras haber llenado nuestros sacos de arpillera con la cantidad suficiente de verde y rojo como para adornar una docena de ventanas, nos disponemos a elegir el árbol.
-Tendría que ser -dice mi amiga- el doble de alto que un chico. Para que ningún chico pueda robarle la estrella.
El que elegimos es el doble de alto que yo. Un valiente y bello bruto que aguanta treinta hachazos antes de caer con un grito crujiente y estremecedor. Cargándolo como si fuese una pieza de caza, comenzamos la larga expedición de regreso. Cada pocos metros abandonamos la lucha, nos sentamos, jadeamos. Pero poseemos la fuerza del cazador victorioso que, sumada al perfume viril y helado del árbol, nos hace revivir, nos incita a continuar. Muchas felicitaciones acompañan nuestro crepuscular regreso por el camino de roja arcilla que conduce al pueblo; pero mi amiga se muestra esquiva y vaga cuando la gente elogia el tesoro que llevamos en el carricoche: qué árbol tan precioso, ¿de dónde lo habéis sacado?
-De allá lejos -murmura ella con imprecisión.
Una vez se detiene un coche, y la perezosa mujer del rico dueño de la fábrica se asoma y gimotea:
-Os doy veinticinco centavos por ese árbol.
En general, a mi amiga le da miedo decir que no; pero en esta ocasión rechaza prontamente el ofrecimiento con la cabeza:
-Ni por un dólar.
La mujer del empresario insiste.
-¿Un dólar? Y un cuerno. Cincuenta centavos. Es mi última oferta. Pero mujer, puedes ir por otro.
En respuesta, mi amiga reflexiona amablemente:
-Lo dudo. Nunca hay dos de nada.
En casa: Queenie se desploma junto al fuego y duerme hasta el día siguiente, roncando como un ser humano.
Un baúl que hay en la buhardilla contiene: una caja de zapatos llena de colas de armiño (procedentes de la capa que usaba para ir a la ópera cierta extraña dama que en tiempos alquiló una habitación de la casa), varios rollos de gastadas cenefas de oropel que el tiempo ha acabado dorando, una estrella de plata, una breve tira de bombillas en forma de vela, fundidas y seguramente peligrosas. Adornos magníficos, hasta cierto punto, pero no son suficientes: mi amiga quiere que el árbol arda ?como la vidriera de una iglesia baptista?, que se le doblen las ramas bajo el peso de una copiosa nevada de adornos. Pero no podemos permitirnos el lujo de comprar los esplendores made-in-Japan que venden en la tienda de baratijas. De modo que hacemos lo mismo que hemos hecho siempre: pasarnos días y días sentados a la mesa de la cocina, armados de tijeras, lápices y montones de papeles de colores. Yo trazo los perfiles y mi amiga los recorta: gatos y más gatos, y también peces (porque es fácil dibujarlos), unas cuantas manzanas, otras tantas sandías, algunos ángeles alados hechos de las hojas de papel de estaño que guardamos cuando comemos chocolate. Utilizamos imperdibles para sujetar todas estas creaciones al árbol; a modo de toque final, espolvoreamos por las ramas bolitas de algodón (recogido para este fin el pasado agosto). Mi amiga, estudiando el efecto, entrelaza las manos.
-Dime la verdad, Buddy. ¿No está para comérselo?
Queenie intenta comerse un ángel.
Después de trenzar y adornar con cintas las coronas de acebo que ponemos en cada una de las ventanas de la fachada, nuestro siguiente proyecto consiste en inventar regalos para la familia. Pañuelos teñidos a mano para las señoras y, para los hombres, jarabe casero de limón y regaliz y aspirina, que debe ser tomado ?en cuanto aparezcan Síntomas de Resfriado y Después de salir de Caza?. Pero cuando llega la hora de preparar el regalo que nos haremos el uno al otro, mi amiga y yo nos separamos para trabajar en secreto. A mí me gustaría comprarle una navaja con incrustaciones de perlas en el mango, una radio, medio kilo entero de cerezas recubiertas de chocolate (las probamos una vez, y desde entonces está siempre jurando que podría alimentarse sólo de ellas: -Te lo juro, Buddy, bien sabe Dios que podría…, y no tomo su nombre en vano-). En lugar de eso, le estoy haciendo una cometa. A ella le gustaría comprarme una bicicleta (lo ha dicho millones de veces: -Si pudiera, Buddy. La vida ya es bastante mala cuando tienes que prescindir de las cosas que te gustan a ti; pero, diablos, lo que más me enfurece es no poder regalar aquello que les gusta a los otros. Pero cualquier día te la consigo, Buddy. Te localizo una bici. Y no me preguntes cómo. Quizás la robe-). En lugar de eso, estoy casi seguro de que me está haciendo una cometa: igual que el año pasado, y que el anterior. El anterior a ése nos regalamos sendas hondas. Todo lo cual me está bien: porque somos los reyes a la hora de hacer volar las cometas, y sabemos estudiar el viento como los marineros; mi amiga, que sabe más que yo, hasta es capaz de hacer que flote una cometa cuando no hay ni la brisa suficiente para traer nubes.
La tarde anterior a la Nochebuena nos agenciamos una moneda de veinte centavos y vamos a la carnicería para comprarle a Queenie su regalo tradicional, un buen hueso masticable de buey. El hueso, envuelto en papel de fantasía, queda situado en la parte más alta del árbol, junto a la estrella. Queenie sabe que está allí. Se sienta al pie del árbol y mira hacia arriba, en un éxtasis de codicia: llega la hora de acostarse y no se quiere mover ni un centímetro. Yo me siento tan excitado como ella. Me destapo a patadas y me paso la noche dándole vueltas a la almohada, como si fuese una de esas noches tan sofocantes de verano. Canta desde algún lugar un gallo: equivocadamente, porque el sol sigue estando al otro lado del mundo.
-¿Estás despierto, Buddy?
Es mi amiga, que me llama desde su cuarto, justo al lado del mío; y al cabo de un instante ya está sentada en mi cama, con una vela encendida.
-Mira, no puedo pegar ojo -declara-. La cabeza me da más brincos que una liebre. Oye, Buddy, ¿crees que Mrs. Roosevelt servirá nuestra tarta para la cena?
Nos arrebujamos en la cama, y ella me aprieta la mano diciendo te quiero.
-Me da la sensación de que antes tenías la mano mucho más pequeña. Supongo que detesto la idea de verte crecer. ¿Seguiremos siendo amigos cuando te hagas mayor?
Yo le digo que siempre.
-Pero me siento horriblemente mal, Buddy. No sabes la de ganas que tenía de regalarte una bici. He intentado venderme el camafeo que me regaló papá. Buddy -vacila una poco, como si estuviese muy avergonzada-, te he hecho otra cometa.
Luego le confieso que también yo le he hecho una cometa, y nos reímos. La vela ha ardido tanto rato que ya no hay quien la sostenga. Se apaga, delata la luz de las estrellas que dan vueltas en la ventana como unos villancicos visuales que lenta, muy lentamente, va acallando el amanecer. Seguramente dormitamos; pero la aurora nos salpica como si fuese agua fría; nos levantamos, con los ojos como platos y errando de un lado para otro mientras aguardamos a que los demás se despierten. Con toda mala intención, mi amiga deja caer un cacharro metálico en el suelo de la cocina. Yo bailo claqué ante las puertas cerradas. Uno a uno, los parientes emergen, con cara de sentir deseos de asesinarnos a ella y a mí; pero es Navidad, y no pueden hacerlo. Primero, un desayuno lujoso: todo lo que se pueda imaginar, desde hojuelas y ardilla frita hasta maíz tostado y miel en panal. Lo cual pone a todo el mundo de buen humor, con la sola excepción de mi amiga y yo. La verdad, estamos tan impacientes por llegar a lo de los regalos que no conseguimos tragar ni un bocado.
Pues bien, me llevo una decepción. ¿Y quién no? Unos calcetines, una camisa para ir a la escuela dominical, unos cuantos pañuelos, un jersey usado, una suscripción por un año a una revista religiosa para niños: El pastorcillo. Me sacan de quicio. De verdad.
El botín de mi amiga es mejor. Su principal regalo es una bolsa de mandarinas. Pero está mucho más orgullosa de un chal de lana blanca que le ha tejido su hermana, la que está casada. Pero dice que su regalo favorito es la cometa que le he hecho yo. Y, en efecto, es muy bonita; aunque no tanto como la que me ha hecho ella a mí, azul y salpicada de estrellitas verdes y doradas de Buena Conducta; es más, lleva mi nombre, “Buddy”, pintado.
-Hay viento, Buddy.
Hay viento, y nada importará hasta el momento en que bajemos corriendo al prado que queda cerca de casa, el mismo adonde Queenie ha ido a esconder su hueso (y el mismo en donde, dentro de un año, será enterrada Quennie). Una vez allí, nadando por la sana hierba que nos llega hasta la cintura, soltamos nuestras cometas, sentimos sus tirones de peces celestiales que flotan en el viento. Satisfechos, reconfortados por el sol, nos despatarramos en la hierba y pelamos mandarinas y observamos las cabriolas de nuestras cometas. Me olvido enseguida de los calcetines y del jersey usado. Soy tan feliz como si ya hubiésemos ganado el Gran Premio de cincuenta mil dólares de ese concurso de marcas de café.
-¡Ahí va, pero qué tonta soy! -exclama mi amiga, repentinamente alerta, como la mujer que se ha acordado demasiado tarde de los pasteles que había dejado en el horno-. ¿Sabes qué había creído siempre? -me pregunta en tono de haber hecho un gran descubrimiento, sin mirarme a mí, pues los ojos se le pierden en algún lugar situado a mi espalda-. Siempre había creído que para ver al Señor hacía falta que el cuerpo estuviese muy enfermo, agonizante. Y me imaginaba que cuando Él llegase sería como contemplar una vidriera baptista: tan bonito como cuando el sol se cuela a chorros por los cristales de colores, tan luminoso que ni te enteras de que está oscureciendo. Y ha sido una vidriera de colores en la que el sol se colaba a chorros, así de espectral. Pero apuesto a que no es eso lo que suele ocurrir. Apuesto a que, cuando llega a su final, la carne comprende que el Señor ya se ha mostrado. Que las cosas, tal como son -su mano traza un círculo, en un ademán que abarca nubes y cometas y hierba, y hasta a Queenie, que está escarbando la tierra en la que ha enterrado su hueso-, tal como siempre las ha visto, eran verle a Él. En cuanto a mí, podría dejar este mundo con un día como hoy en la mirada.
Ésta es la última Navidad que pasamos juntos.
La vida nos separa. Los Enterados deciden que mi lugar está en un colegio militar. Y a partir de ahí se sucede una desdichada serie de cárceles a toque de corneta, de sombríos campamentos de verano a toque de diana. Tengo además otra casa. Pero no cuenta. Mi casa está allí donde se encuentra mi amiga, y jamás la visito.
Y ella sigue allí, rondando por la cocina. Con Queenie como única compañía. Luego sola. (“Querido Buddy”, me escribe con su letra salvaje, difícil de leer, “el caballo de Jim Macy le dio ayer un horrible coz a Queenie. Demos gracias de que ella no llegó a enterarse del dolor. La envolví en una sábana de hilo, y la llevé en el carricoche al prado de Simpson, para que esté rodeada de sus Huesos…”) Durante algunos noviembres sigue preparando sus tartas de frutas sin nadie que la ayude; no tantas como antes, pero unas cuantas: y, por supuesto, siempre me envía “la mejor de todas”. Además, me pone en cada carta una moneda de diez centavos acolchada con papel higiénico: “Vete a ver una película y cuéntame la historia.” Poco a poco, sin embargo, en sus cartas tiende a confundirme con su otro amigo, el Buddy que murió en los años ochenta del siglo pasado; poco a poco, los días trece van dejando de ser los únicos días en que no se levanta de la cama: llega una mañana de noviembre, una mañana sin hojas ni pájaros que anuncia el invierno, y esa mañana ya no tiene fuerzas para darse ánimos exclamando: “¡Vaya por Dios, ha llegado la temporada de las tartas de frutas!”
Y cuando eso ocurre, yo lo sé. El mensaje que lo cuenta no hace más que confirmar una noticia que cierta vena secreta ya había recibido, amputándome una insustituible parte de mí mismo, dejándola suelta como una cometa cuyo cordel se ha roto. Por eso, cuando cruzo el césped del colegio en esta mañana de diciembre, no dejo de escrutar el cielo. Como si esperase ver, a manera de un par de corazones, dos cometas perdidas que suben corriendo hacia el cielo.

Truman Capote


Los quiero, Feliz Navidad para todos. Aquelarre.